A dónde lleva la imposición de un
nombre improvisado y muchas veces poco selectivo del que solo los padres,
parientes y alguna que otra persona ajena a la familia se encargan de endilgarles
a los hijos recién nacidos. Nadie consulta o les pregunta si están de acuerdo,
si les gusta o si en vez de llamarles «Fulano» le hubiese gustado más «Mengano».
Lo cierto es que las
historias en torno al nombre son varias —cosa que traté en «Si de nombres se
trata i»—, y se tejían sobre la
base de criterios religiosos, políticos, económicos, en fin, muy selectivos. Si
bien siglos atrás nombrar a cierta persona constituía para los más conspicuos,
podría decirse, un hecho casi de presdigitación pues se tenían en cuenta
componentes físicos y morales de las personas casi sin nacer esta, hoy el azar
del que somos víctima nos pasa la cuenta en algún momento de la vida; eso sin
contar el desconocimiento ortográfico de aquellas personas que se encargan de
llenar los certificados de nacimientos.
Esto dicho así poco se
entiende, pero, cuando se lee nombre y apellido, ¡hay cada combinación de
nombre con apellidos! Me comenta un amigo lector, no a modo de risa, pero sí
preocupado por la autoestima de cierta persona que conoce un caso donde nombre
y apellidos juegan con el movimiento internacional de ayuda humanitaria, Cruz
Roja, algo así como «Fulanito Cruz Roja»; y otro donde el nombre y apellido eran
la fuente de más de un problema estomacal: Dolores Fuentes Barriga. Otro buen
amigo me comentó que a su padre al nacer le nombraron Jehová y que solo cuando
alcanzó mayoría de edad lo cambió por Segundo. ¡Qué cosas verdad!
Quizás el problema pueda resolverse si existiera una oficina encargada de aprobar y regular los nombres, de justificar su imposición, de velar porque no se cometan atropellos onomásticos (cosa que el buen amigo José Roberto Loo Vázquez me comentó que existía en Cuba aunque esta resolución aun sigo sin poder encontrar). Dicho así parece una barrabasada, pero imagina a cuántas personas ayudaría.
Quizás el problema pueda resolverse si existiera una oficina encargada de aprobar y regular los nombres, de justificar su imposición, de velar porque no se cometan atropellos onomásticos (cosa que el buen amigo José Roberto Loo Vázquez me comentó que existía en Cuba aunque esta resolución aun sigo sin poder encontrar). Dicho así parece una barrabasada, pero imagina a cuántas personas ayudaría.