Once millones de personas viven en
Cuba. Verdad impredecible. Y por cada habitante once moscas. Entran y salen.
Nadie les llama. Están. O te caen en la sopa o en la boca. Han estado en todo
momento. Sobrevivientes de trapazos. Vuelan alrededor nuestro y sobre las
heces.
Ayer después de cocinar
habían muchas por la cocina. Tuve tiempo de mirarlas, de regañarlas. Pero no
hicieron caso. Una se me posó en la punta de la nariz y por un instante me pude
ver reflejado en sus ojos: dos perlas rojas que juegan con el resto del cuerpo.
Mis amigos tienen mascotas raras. Ratas, ranas, grillos y cucarachas. Además,
las moscas no hacen ruido, no hay que bañarlas, alimentarlas o sacar a pasear
por el parque y esperar por su caca.
Con lo anterior me decidí
a adoptar una mosca. Pensé que podría ser el amigo más fiel del hombre y ya no
más el perro. Razones tengo. Están desde que nacemos y al final se comen
nuestro cuerpo.
Y seguí pensando. Pensé
en ellas como en las aves pensó Leonardo da Vinci. Y me imaginé una nave grande
a la que todos llamaban mosquión y la
usaban para volar. Me acordé de Kafka, de Gregorio Samsa, si hubiera sido mosca en vez de cucaracha. Imaginé un circo y
cientos de moscas disfrazadas. Pensé hasta en criarlas, cebarlas y luego hacer
picadillo, pero sin alas y patas. Y en cocineros que preparan con ellas
enjundiosas sopas. Y en restaurantes que venden el rico plato à la mosca. Y en personas encarceladas
por vender su carne.
En fin, quizás si la
adopto deje de verlas a cada instante y en cualquier lugar porque amén de
cualquier descubrimiento hasta estos momentos sigue siendo ese insecto tan
molesto.