miércoles, 29 de enero de 2014

Piojo púbico



Un patio de una casa. En él un caballo, tres gallinas y un gallo, una puerca y miles de moscas, mosquitos, gusarapos y cualquier otro animal que uno se imagine. Todos en el fondo del patio. Aunque, el amigo de un amigo, albergó diminutos animalitos en la «zona gozante» de su cuerpo, quizás por desconocimiento, y a los que solo después de un largo tiempo conoció que se llamaban piojos púbicos o ladillas.  
Iban y venían los compañeros de clases. También  iban y venían aquellos pequeños animalitos por todo el cuerpo a aquel amigo. Ahora ya no eran dos o tres. Eran cientos. Algunos inteligentes. Esos, los cuales crecieron en los vellos de sus piernas, huyeron del calor asfixiante, donde el calzoncillo y el pantalón jugaban a tocar los vellos. Grupos nómadas que escalaron empinadas curvaturas y vellosidades poco exploradas hasta llegar a un punto septentrional.
Y cuando aquéllos se agarraban fuertemente por medio de las pinzas con que terminan sus patas, para no caerse con el balanceo del cuerpo, sentía una sensación semejante a una picadura, por lo que sus manos temían hacerse pedazos estrujando su desesperación. Entonces, se multiplicaban, se hacían cientos de miles. Y el amigo se sentía feliz. Pero todo al mismo tiempo era un sentimiento que desconocía. Placer y angustia era lo que sentía.
En las noches tenía rostro de picazón. Infierno total. Paz que no alcanzaba tener ni con la ayuda de una rascadura que ya no sería la uña o cualquier objeto que tuviese un filo y fuera capaz de sustituir al dedo. Y se quedaba pensando y pensaba, pensaba, pensaba… Pero estos se acomodaban por lo numerosos que eran, y volvía a sentir aquel cosquilleo que le chupaba la sangre.
Y así, entre regaños de uno y mal comportamiento de otros, anduvo un buen tiempo el amigo de mi amigo quien fue feliz por un largo tiempo, mientras pudo soportar aquel juego.

jueves, 16 de enero de 2014

Le digo a mi hijo



Quienes se dedican al arte muchas veces no conocen el peligro en el que viven, y lo que es peor aún: saberlo conlleva quedarnos sin artistas. Dicho así quizás no se entienda por eso quiero compartir este poema del escritor cubano Luis Rogelio Nogueras (1944-1985), uno de los exponentes de la poesía conversacional cubana.
Le digo a mi hijo
(sobre una idea de Brecht)
Arvo Zip: 72 años.
Sus obras fueron publicadas por Ross & Japlan,
con prólogo del gran Uleg Gosho.
Se voló los sesos en su cuarto del Hotel Potwi
porque ya lo había abandonado la inspiración.
Dejó carta.

Elodika Amenidofflas: 35 años.
Obtuvo el codiciado Premio Yami de Oro
por sus actuaciones en el filme Bolbe IK Sardaz.
Murió por sobredosis de barbitúricos.
Últimamente tenía problemas con los productores
a causa de los primeros planos.
No dejó carta.

Lim Pocmio: 48 años.
Maître del Naktional Simbeck Ballet Grupi
Fue apuñalado por un bailarín del cuerpo de baile
a la salida del aeropuerto de Candysburg.

Walaz Telemaco: 51 años.
Escultor laureado con la Orden Oaszith de Primer Grado.
Murió aplastado por una roca
cuando trabajaba en su Monumento a Brancusi.

Vefargo Maddo: 39 años.
Poeta.
Su libro La edad que viene
mereció el Premio Rilke.
Murió de un infarto
mientras hacía el amor
con una joven admiradora de sus versos.

Por eso yo siempre le digo a mi hijo:
estudia matemática, hazte agricultor o militar
porque el arte
mata.

jueves, 9 de enero de 2014

Si de nombres se trata II



A dónde lleva la imposición de un nombre improvisado y muchas veces poco selectivo del que solo los padres, parientes y alguna que otra persona ajena a la familia se encargan de endilgarles a los hijos recién nacidos. Nadie consulta o les pregunta si están de acuerdo, si les gusta o si en vez de llamarles «Fulano» le hubiese gustado más «Mengano».
Lo cierto es que las historias en torno al nombre son varias —cosa que traté en «Si de nombres se trata—, y se tejían sobre la base de criterios religiosos, políticos, económicos, en fin, muy selectivos. Si bien siglos atrás nombrar a cierta persona constituía para los más conspicuos, podría decirse, un hecho casi de presdigitación pues se tenían en cuenta componentes físicos y morales de las personas casi sin nacer esta, hoy el azar del que somos víctima nos pasa la cuenta en algún momento de la vida; eso sin contar el desconocimiento ortográfico de aquellas personas que se encargan de llenar los certificados de nacimientos.
Esto dicho así poco se entiende, pero, cuando se lee nombre y apellido, ¡hay cada combinación de nombre con apellidos! Me comenta un amigo lector, no a modo de risa, pero sí preocupado por la autoestima de cierta persona que conoce un caso donde nombre y apellidos juegan con el movimiento internacional de ayuda humanitaria, Cruz Roja, algo así como «Fulanito Cruz Roja»; y otro donde el nombre y apellido eran la fuente de más de un problema estomacal: Dolores Fuentes Barriga. Otro buen amigo me comentó que a su padre al nacer le nombraron Jehová y que solo cuando alcanzó mayoría de edad lo cambió por Segundo. ¡Qué cosas verdad! 
    Quizás el problema pueda resolverse si existiera una oficina encargada de aprobar y regular los nombres, de justificar su imposición, de velar porque no se cometan atropellos onomásticos (cosa que el buen amigo José Roberto Loo Vázquez me comentó que existía en Cuba aunque esta resolución aun sigo sin poder encontrar). Dicho así parece una barrabasada, pero imagina a cuántas personas ayudaría.