jueves, 12 de diciembre de 2013

Moscas



Once millones de personas viven en Cuba. Verdad impredecible. Y por cada habitante once moscas. Entran y salen. Nadie les llama. Están. O te caen en la sopa o en la boca. Han estado en todo momento. Sobrevivientes de trapazos. Vuelan alrededor nuestro y sobre las heces.
Ayer después de cocinar habían muchas por la cocina. Tuve tiempo de mirarlas, de regañarlas. Pero no hicieron caso. Una se me posó en la punta de la nariz y por un instante me pude ver reflejado en sus ojos: dos perlas rojas que juegan con el resto del cuerpo. Mis amigos tienen mascotas raras. Ratas, ranas, grillos y cucarachas. Además, las moscas no hacen ruido, no hay que bañarlas, alimentarlas o sacar a pasear por el parque y esperar por su caca.
Con lo anterior me decidí a adoptar una mosca. Pensé que podría ser el amigo más fiel del hombre y ya no más el perro. Razones tengo. Están desde que nacemos y al final se comen nuestro cuerpo.
Y seguí pensando. Pensé en ellas como en las aves pensó Leonardo da Vinci. Y me imaginé una nave grande a la que todos llamaban mosquión y la usaban para volar. Me acordé de Kafka, de Gregorio Samsa, si hubiera sido  mosca en vez de cucaracha. Imaginé un circo y cientos de moscas disfrazadas. Pensé hasta en criarlas, cebarlas y luego hacer picadillo, pero sin alas y patas. Y en cocineros que preparan con ellas enjundiosas sopas. Y en restaurantes que venden el rico plato à la mosca. Y en personas encarceladas por vender  su carne.
En fin, quizás si la adopto deje de verlas a cada instante y en cualquier lugar porque amén de cualquier descubrimiento hasta estos momentos sigue siendo ese insecto tan molesto.



jueves, 28 de noviembre de 2013

Hablemos de Alta Costura



Diseño de Jorge Luis Portal San Luis

Quién no se ha cuestionado cómo vestir, qué color de ropa usar, qué zapatos ponerse; quién no ha pedido ayuda a una segunda persona sobre qué ropa usar; o, sencillamente, quién no ha preguntado cuál o más cual pieza de ropa le sienta mejor —que en el caso de las mujeres hay que adicionar los aretes, collares, bolsos, color de pintura de uñas, labios, pelo—. De una forma u otra nadie está ajeno de cubrir o adornar su cuerpo y todos sentimos necesidad de protegerlo, porque desde los tiempos remotos el hombre sintió que debía llevar «algo» sobre sí que devino cultura asombrosa, dicho en una palabra moda.
Pero la moda —palabra que proviene del francés mode—, poco a poco se institucionalizó, marcó y marca pautas por seguir alrededor de todo el mundo, y para referirse a ella hay que hablar de haute couture (que dicho en español sería okutur) o alta costura, hecho de mayor calidad de la moda.
Fue en Francia de mediados del siglo xix donde se dieron los primeros pasos en este arte tan caro por sus hechuras o diseños únicos pues son el resultado de la creación artesanal, es decir, hecho con las manos, y destinados solamente a las mujeres. Charles Frederick Worth, sastre oficial de la emperatriz francesa (1853-1870) Eugenia de Montijo (1826-1920), en 1856 abrió su maison en París, donde presentó sus confecciones de temporadas; hecho que marcó el nacimiento de la confección de haute couture y consagró a París como capital de la alta costura. Hoy las principales casas de moda son Dior, Chanel, Giorgio Armani, Versace, Valentino, Elie Sabb, Giambatista Valli entre otras.
Y aunque es cierto que la alta costura encierra solo confecciones femeninas y se distingue por su gran perfección y originalidad en el corte y sobre todo el trabajo y la calidad artesanal de la tela, hoy día en el mundo de la moda estos criterios que antes solo se concebían para la alta costura han cambiado un poco pues el prêt-à-porter, palabras también del francés, mantiene también una gran originalidad y perfección en el corte y en la tela. 
 

jueves, 21 de noviembre de 2013

Si de nombres se trata



Cuán importante son los nombres propios referidos a personas, que dicho así poco parece, pero, cuando se buscan sus orígenes en muchos casos, se observa que al elegir para un recién nacido un nombre, se ajustaban —hace mucho tiempo—  a cualidades físicas o morales, o, sencillamente, se mantenía una tradición de nombrar con el mismo nombre a los hijos de los hijos y así sucesivamente. 
Entre los masais de África los nombres tienen valores sagrados; tanto es así que, al morir una persona, nunca se vuelve a repetir su nombre, y si alguna palabra común suena parecido al nombre de algún fallecido, tendrá que ser reemplazada. En otras culturas, como los pueblos kacha nagas del Assam, India, los padres abandonan sus nombres cuando nace un niño, y se llaman entonces «el padre de fulanito».
 Sin embargo, la mayoría de la cultura occidental —fiel heredera de la cultura grecolatina— ha perdido en su haber la disposición de nombrar «a cada cual según su medida»; aunque todavía se escuchan nombres como Agapito, Clemente, Evaristo, Mamerto, Pancracio, Prudencia, Teodoro, entre otros.
La verdad es que este fenómeno onomástico muy poco estudiado, convierte, fatalmente, a algunas personas en blanco fácil para la risa, pues estas tienen nombres que poseen un significado poco «agraciado» en otras culturas. Por ejemplo, en hebreo Abel es aliento; Caleb, perro; Damaris, yegua; Débora, abeja; José, a quien Dios ayuda; en griego Jorge significa agricultor; Margarita, perla; en latín Claudio proviene de claudus,  cojo; Laura, corona de laureles; en germano Enrique es jefe de la casa y Luis, guerrero famoso.  
¿Qué les parece? El estudio de los nombres propios es una ciencia muy amplia. No hay exclusión; el nombre propio constituye una condición, un privilegio, nuestra tarjeta de presentación que, alejado de su realidad, forma parte indisoluble y convencional nuestra, y como expresa S. Ullman en Semántica: Introducción a la ciencia del significado: «Nadie está sin nombre una vez que ha venido al mundo, leemos en la Odisea, a cada uno le imponen un nombre sus padres en el momento de nacer».