Un patio de una casa. En él un
caballo, tres gallinas y un gallo, una puerca y miles de moscas, mosquitos,
gusarapos y cualquier otro animal que uno se imagine. Todos en el fondo del
patio. Aunque, el amigo de un amigo, albergó diminutos animalitos en la «zona
gozante» de su cuerpo, quizás por desconocimiento, y a los que solo después de
un largo tiempo conoció que se llamaban piojos púbicos o ladillas.
Iban y venían los
compañeros de clases. También iban y
venían aquellos pequeños animalitos por todo el cuerpo a aquel amigo. Ahora ya
no eran dos o tres. Eran cientos. Algunos inteligentes. Esos, los cuales
crecieron en los vellos de sus piernas, huyeron del calor asfixiante, donde el calzoncillo
y el pantalón jugaban a tocar los vellos. Grupos nómadas que escalaron empinadas
curvaturas y vellosidades poco exploradas hasta llegar a un punto septentrional.
Y cuando aquéllos se
agarraban fuertemente por medio de las pinzas con que terminan sus patas, para no
caerse con el balanceo del cuerpo, sentía una sensación semejante a una
picadura, por lo que sus manos temían hacerse pedazos estrujando su
desesperación. Entonces, se multiplicaban, se hacían cientos de miles. Y el
amigo se sentía feliz. Pero todo al mismo tiempo era un sentimiento que desconocía.
Placer y angustia era lo que sentía.
En las noches tenía
rostro de picazón. Infierno total. Paz que no alcanzaba tener ni con la ayuda
de una rascadura que ya no sería la uña o cualquier objeto que tuviese un filo
y fuera capaz de sustituir al dedo. Y se quedaba pensando y pensaba, pensaba, pensaba…
Pero estos se acomodaban por lo numerosos que eran, y volvía a sentir aquel cosquilleo
que le chupaba la sangre.
Y así, entre regaños de uno y mal comportamiento de otros, anduvo un buen tiempo el amigo de mi amigo quien fue feliz por un largo tiempo, mientras pudo soportar aquel juego.
Y así, entre regaños de uno y mal comportamiento de otros, anduvo un buen tiempo el amigo de mi amigo quien fue feliz por un largo tiempo, mientras pudo soportar aquel juego.